Desastres naturales: sus secuelas psicológicas
Marcelo Colussi
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La mayoría de las reacciones psicológicas tras un desastre natural no son propiamente enfermedades mentales sino respuestas que muestran angustia ante los hechos sufridos, y que en general pueden ser adecuadamente manejadas con abordajes comunitarios de apoyo grupal.
No existen técnicas psicoterapéuticas específicas para afrontar estas situaciones. En tales casos las acciones psicosociales no pueden ir separadas de soluciones prácticas de los problemas comunitarios. Lo importante es favorecer una posición activa de los damnificados, sin victimizarlos, propiciando su propia búsqueda de soluciones racionales, saludables y sostenibles. Debe promoverse la información, la organización social, la discusión de cuestiones concretas buscando respuestas comunes y consensuadas, aprovechando siempre las potencialidades locales. En definitiva, superar el primer momento de crisis encarando desde un inicio la promoción de una rehabilitación para el desarrollo sustentable. Se trata, fundamentalmente, de establecer una actitud de empatía con aquellos que sufren, posibilitando un lugar para fomentar la expresión de los afectos ligados a la situación traumática, propiciando espacios de encuentro y socialización, alimentando al mismo tiempo la solidaridad.
Superado el primer momento de las crisis posteriores a las catástrofes, debemos enfocarnos al reforzamiento de la organización comunitaria, en tanto sostén y garantía de una reparación a mediano y largo plazo de los daños ocasionados. Con esto buscamos comenzar a incidir en la situación de vulnerabilidad de las poblaciones, única vía para evitar que cualquier evento natural de cierta magnitud se torne un desastre.
Este nuevo modelo de abordaje de las secuelas psicológicas derivadas de desastres naturales tiene como algunos puntos básicos:
Abordaje comunitario: las reacciones psicológicas que sobrevienen a la ocurrencia de una catástrofe son respuestas normales a situaciones anormales, por lo que no deben ser tratadas (salvo casos especiales) en términos de patología individual (lo cual puede conducir a la estigmatización y posterior exclusión). Son recomendables acciones grupales, incluyendo siempre a la mayor cantidad de gente posible, sin discriminaciones de ningún tipo, donde se socializa el sufrimiento y se refuerzan mecanismos comunitarios de afrontamiento de las situaciones difíciles.
Implementar acciones con personal local de base: para llevar a cabo las acciones de soporte psicológico no es necesario, en su ejecución directa con las comunidades, apelar a personal técnico especializado (psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales), sino que puede ser más efectiva la participación de promotores comunitarios locales. Con la debida capacitación en el manejo de técnicas de intervención grupal y comunitaria en aspectos psicológicos, y bajo la supervisión de profesionales expertos en estos temas, este personal presenta la ventaja comparativa de pertenecer a los tejidos sociales locales, mantener sintonía cultural con la población damnificada y permanecer en las áreas pasado el primer momento de emergencia, lo cual puede darle un carácter de mayor sostenibilidad en el mediano y largo plazo a toda la intervención.
Brindar respuestas inmediatas tras los desastres: cuanto más rápida sea la respuesta tras la ocurrencia de algún desastre, más rápidamente pueden los damnificados comenzar a superar las consecuencias. Lo ideal es poder comenzar a trabajar en el abordaje psicosocial de la población siniestrada prácticamente a la par de las tareas de rescate, ayudando de esa forma a manejar de un mejor modo situaciones que pueden ser, si no son atendidas rápidamente, mucho más traumáticas conforme pasa el tiempo y se refuerza la situación de víctima desvalida.
Informar claramente: una de las necesidades humanas prioritarias para poder enfrentar una crisis sin derrumbarse es poder darle una explicación lógica que no deje a la persona con la sensación de vivir en un mundo impredecible, en el que su capacidad para controlar la realidad es nula. Buscar explicaciones es una necesidad humana; si no hay referentes claros, se buscarán en las primeras opciones de que se disponga, que son generalmente opiniones prevalecientes en el medio cultural inmediato, y no siempre y necesariamente las más adecuadas. En nuestra intervención se debe procurar informar lo más claramente posible acerca de los acontecimientos vividos y de las posibilidades reales a futuro para su manejo y superación.
Priorizar las actividades expresivas (verbales o alternativas): comunicar los sentimientos, poder descargar las acumulaciones de afecto que produjeron los hechos traumáticos, en sí mismo tienen un efecto terapéutico, tranquilizador. Se debe buscar crear espacios de confianza, de intimidad, donde la población damnificada pueda encontrar el tiempo y la forma en que expresar todas sus emociones relacionadas al sufrimiento recientemente vivido, o que está viviendo actualmente. Puede utilizarse el lenguaje hablado (grupos de autoayuda u otros tipo de encuentros grupales) junto a otras técnicas alternativas (talleres expresivos, sesiones de relajamiento). Con población infantil resulta más adecuado la utilización de actividades lúdicas y recreativas.
Considerar a la población damnificada como sujetos activos y no como víctimas pasivas: se debe incluir necesariamente a los sobrevivientes de un desastre en el proceso de toma de decisiones posterior a su ocurrencia, ayudándolos para que puedan asumir nuevamente el control de sus vidas. Mantenerlos en la situación de “víctimas desvalidas” no contribuye a su rehabilitación sino que, por el contrario, puede profundizar situaciones de aislamiento y marginación.
Adaptar las estrategias al ámbito de cada desastre particular: si bien las formas que asume el sufrimiento humano ante cualquier situación de catástrofe pueden presentar rasgos medianamente comunes, y en consecuencia las acciones encaminadas a mitigarlo también asumen formas generales, debe adecuarse cada acción específica al medio en el que se actúa y no partirse del suministro de un paquete modelo inamovible derivado de un solo caso tipo.
Reforzar mecanismos protectivos culturalmente aceptados: en toda organización social existen formas de afrontar los problemas comunitarios. Las intervenciones post desastres deben aprovechar esos mecanismos de protección, culturalmente válidos, que en general son redes espontáneas de autoayuda, fomentando su fortalecimiento y expansión.
Aprovechar capacidades locales instaladas: desde el inicio de las acciones se debe colaborar y coordinar con las instituciones locales. Si bien una catástrofe puede haber destruido mucho de las capacidades de respuesta local, siempre permanecen redes y/o instituciones con quienes vincularse; es preferible integrar la intervención a estructuras ya existentes más que generar otras paralelas. Al acabar con la necesidad de socorro ante la crisis, esta coordinación las habrá robustecido en sus propias capacidades para continuar la labor humanitaria y su misión técnica específica. Nada ni nadie mejor que las instituciones locales para buscar mejorar la capacidad de los grupos vulnerables con miras a hacer frente a futuros desastres mediante estrategias de preparación basados en la comunidad apoyándose en las estructuras, prácticas, aptitudes y mecanismos de intervención territorial.
Priorizar grupos especialmente vulnerables: los efectos de un proceso destructivo como el que se sigue de un desastre natural se expanden por toda una población, pero hay grupos más especialmente expuestos a sufrirlos dada su situación de mayor vulnerabilidad relativa. En el inicio de la intervención deben identificarse, junto con la comunidad, estos grupos vulnerables para su priorización, teniendo siempre especial cuidado de no estigmatizarlos. Pueden ser grupos vulnerables (y esto depende del contexto): niñez, juventud, mujeres, ancianos, personas con algún tipo de discapacidad, personas seropositivas, etc.
Promover intervenciones integrales, multidisciplinarias y coordinadas: el abordaje de los efectos emocionales derivados de los desastres, si bien implica una cierta dimensión técnica específica, no debe circunscribirse a una acción de salud “mental” con todo lo de estigmatizante que esto tiene (“¿salud mental?: ¡yo no estoy loco!”). Por el contrario tiene que ser concebido en una perspectiva amplia de intervención comunitaria, buscando aliarse con otros sectores (preferentemente del campo de la salud), ayudando a encontrar respuestas integrales. Es sumamente importante coordinar los esfuerzos con la entidad rectora a nivel local, regional y/o nacional (en general Ministerio de Salud), evitando de esta manera contribuir al caos subsecuente a la situación de urgencia generada.
Pasar del socorro en emergencias a la rehabilitación para el desarrollo: en todo momento de la intervención, desde nuestra llegada como misión humanitaria inmediatamente posterior a la ocurrencia del fenómeno natural hasta nuestra partida, debe trabajarse pensando en la reconstrucción con criterios de sostenibilidad a mediano y largo plazo. Deben hacerse todos los esfuerzos del caso por eludir el asistencialismo, evitando colocar a la población en una condición pasiva y desvalida, pues con ello no se pueden sentar bases sólidas para un proceso de desarrollo genuino. La reconstrucción debe abordarse siempre no sólo en términos de paliar los efectos del recientemente pasado desastre, sino de contribuir para que un próximo evento no tenga similares consecuencias, en tanto se han comenzado a mitigar las situaciones de vulnerabilidad.
Enmarcar el trabajo en una actitud ética de compromiso: todas las intervenciones deben estar resguardadas por un código de ética que asegure la alta calidad técnica y humana de las prestaciones. Se debe buscar el resguardo de la confidencialidad de lo que cada persona asistida nos transmite, manteniendo siempre una sana y profesional distancia operativa con la población con quien trabajamos, promoviendo el bienestar común sin olvidar que nuestro papel es el der ser prestadores de salud en una situación crítica de emergencia.
Este es el marco general en el que pueden concebirse las intervenciones psicológicas post desastre. Insistimos respecto a que no deben entenderse las consecuencias psicológicas dejadas por el paso de las catástrofes –que no son sólo “naturales” sino que están enmarcadas socio-históricamente– como campo de acción de la clínica psiquiátrica-psicológica. Creemos que las respuestas más adecuadas para estos problemas las dan los planteamientos provenientes de la salud mental comunitaria.
Para concluir, queremos hacer notas que si los desastres no sólo son eventos naturales sino que golpean en relación inversamente proporcional al desarrollo de una comunidad (un terremoto de similar intensidad que en Haití mató a 200.000 personas en Japón produjo escasos daños, o un huracán que en Cuba no deja un solo muerto, en la población afrodescendiente de New Orleans fue una catástrofe –¿quién dijo que terminó el racismo en Estados Unidos?–), las respuestas a esos desastres tampoco son “naturales” (“el tiempo lo suaviza todo”, “Dios proveerá”, etc.) Las respuestas son enteramente humanas. La atención psicológica, por tanto, es parte fundamental de esa respuesta.
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